Martín y el gato de los rosales
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Martín y el gato de los rosales
Martín y el gato de los rosales
Martín es feliz en vacaciones, para él este sitio es como un gran supermercado de placeres imposibles en Madrid, no solo por la playa donde escarba hoyos sin que nadie le riña, aquí hay gatos por todas partes; esto es una especie de Disneylandia gatuna al alcance de sus ojos alocados.
Sale a pasear desquiciado, corre igual que lo hacen los niños hacia el camión de los helados, tira de la correa sin obedecer, creo que ni oye, tanto es el olor a minino, y no para hasta rebuscar en cada esquina. Husmea cerca del contenedor de basura, debajo de la escalera, detrás de las adelfas... Tiene su ruta perfectamente establecida; y, en cada uno de esos puntos, encuentra al “mizifuz” de turno, que se pone en fuga en cuanto se lo encuentra de frente. Es un extraño ritual este del perro y los gatos, que se repite con precisión las dos veces al día que sale a hacer lo que todo perro urbanita hace a sus horas.
Su parada favorita es delante de los rosales, justo a la derecha del portal; unas jardineras preciosas cuajadas de flores rojas y blancas; enormes, aterciopeladas, y, sobre todo, de "verdad", de las que huelen como solo huelen las rosas pueblerinas. ¿No huelen diferentes los panes y las flores de los pueblos? Pues bien, allí, en el borde de piedra, dormita un enemigo atigrado precioso que insiste, día a día, en esperarlo para después sufrir un susto enorme antes de huir despendolado, como si viera a la Santa Compaña felina. No perdona la visita a su amigo gatuno antes de entrar de vuelta, y nunca se ve defraudado, siempre está ahí el mismo indolente y desprevenido gato.
Pero todo lo bueno acaba; ya en los Madriles, al final del paseo, mientras yo abro el portal, Martín, recordando su rutina, da un tirón y se echa a la derecha. Por un segundo parece desconcertado, después gira sobre sí mismo; me mira, lo miro, pero aquí no hay rosas a la entrada de mi casa.
Artesana, 20-10-16

Martín es feliz en vacaciones, para él este sitio es como un gran supermercado de placeres imposibles en Madrid, no solo por la playa donde escarba hoyos sin que nadie le riña, aquí hay gatos por todas partes; esto es una especie de Disneylandia gatuna al alcance de sus ojos alocados.
Sale a pasear desquiciado, corre igual que lo hacen los niños hacia el camión de los helados, tira de la correa sin obedecer, creo que ni oye, tanto es el olor a minino, y no para hasta rebuscar en cada esquina. Husmea cerca del contenedor de basura, debajo de la escalera, detrás de las adelfas... Tiene su ruta perfectamente establecida; y, en cada uno de esos puntos, encuentra al “mizifuz” de turno, que se pone en fuga en cuanto se lo encuentra de frente. Es un extraño ritual este del perro y los gatos, que se repite con precisión las dos veces al día que sale a hacer lo que todo perro urbanita hace a sus horas.
Su parada favorita es delante de los rosales, justo a la derecha del portal; unas jardineras preciosas cuajadas de flores rojas y blancas; enormes, aterciopeladas, y, sobre todo, de "verdad", de las que huelen como solo huelen las rosas pueblerinas. ¿No huelen diferentes los panes y las flores de los pueblos? Pues bien, allí, en el borde de piedra, dormita un enemigo atigrado precioso que insiste, día a día, en esperarlo para después sufrir un susto enorme antes de huir despendolado, como si viera a la Santa Compaña felina. No perdona la visita a su amigo gatuno antes de entrar de vuelta, y nunca se ve defraudado, siempre está ahí el mismo indolente y desprevenido gato.
Pero todo lo bueno acaba; ya en los Madriles, al final del paseo, mientras yo abro el portal, Martín, recordando su rutina, da un tirón y se echa a la derecha. Por un segundo parece desconcertado, después gira sobre sí mismo; me mira, lo miro, pero aquí no hay rosas a la entrada de mi casa.
Artesana, 20-10-16


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